jueves, 17 de abril de 2014

Semana Santa 2014.

Con la luna llena de primavera entramos en el abismo del misterio redentor de la muerte y de la resurrección de nuestro Señor Jesucristo; misterio de que modo especial y como centro de todo el año los cristianos celebramos en el Sagrado Triduo Pascual.

De este modo, con la celebración de la Sagrada Eucaristía en la tarde noche del Jueves Santo, penetraremos de lleno en el misterio de Jesucristo, el Señor que se entrega, que muere de amor y que resucita. Una celebración cargada de signos litúrgicos expresivos por medio de los cuales Dios nos habla misteriosamente al corazón.

Así, en el tránsito entre la Liturgia de la Palabra y la Liturgia de la Eucaristía, la Misa de la Cena del Señor, nos presenta el gesto impresionante del Lavatorio de los pies. Y es que en el lavatorio de los pies –que no hemos de olvidar que era en aquellos tiempos un oficio de esclavos-, el Señor nos descubre el contenido y significado más profundos de la Eucaristía como servicio de vida a favor de los otros. Jesús, en aquella Santa Cena, hizo de siervo de los discípulos y nos recomendó vivamente hacernos también nosotros servidores los unos de los otros. Por eso hemos de caer en la cuenta de que el contenido verdadero de la Misa de hoy no es que repitamos o no materialmente la escena del lavatorio de los pies, sino que, en la vida real, nos sirvamos unos a otros por amor, considerando a los demás como superiores a nosotros mismos. Que hagamos en nuestro contexto actual y social lo que Jesús hizo en el suyo. No en vano, Benedicto XVI dijo en una celebración de la Misa del Jueves Santo que “la Eucaristía nunca puede ser sólo una acción litúrgica”, y que “sólo es completa si el ágape litúrgico se convierte en amor cotidiano”.

Pero el Jueves Santo es, por excelencia, el día del sacerdocio y de la Eucaristía. La Eucaristía, Sacramento de la presencia de Dios por excelencia, es hoy el centro. Por eso no debemos dejar de tener unos momentos de adoración y de oración ante el Señor sacramentado, que quedará reservado hoy solemnemente en el tradicionalmente llamado “Monumento”, y pedirle por las vocaciones sacerdotales y la santidad de todos los sacerdotes, para que todos podamos ver siempre en ellos a enviados de Jesucristo al mundo de hoy, y transmisores de su amor y de su misericordia.

En cambio, como de repente, todo cambia… La noche del Jueves al Viernes Santo nos es presentada por el Evangelio como una noche dura e intensa para el Señor… Un Señor que, tras hablar y dar unas magníficas enseñanzas a los Apóstoles ora y lucha contra la tentación en el Huerto de los Olivos… Un Señor que es traicionado y vendido por uno de sus discípulos y abandonado prácticamente por todos… Un Señor que es azotado, insultado, condenado… Cuánto bien nos hará a todos el leer esta noche, antes de acostarnos, los capítulos 14, 15, 16 y 17 del evangelio de San Juan y cuanto provecho espiritual sacarán nuestras almas de ello.

De este modo, al participar el Viernes Santo en la tradicional celebración litúrgica de los “Oficios”, que es el verdadero centro del día, veremos como todo se centra en la veneración de la cruz y la consideración de la muerte del Señor. Y es que el misterio de la pascua se cumple en la pasión y muerte de Cristo, el cordero inmaculado, cargado con nuestros pecados y llevado al matadero. Así pues, no dejemos de prestar toda nuestra atención a la proclamación de la pasión según el evangelio de san Juan, que es un momento fundamental de la celebración.

En esta acción litúrgica, que hemos de tener presente que no es una Misa, contemplamos la cruz no como instrumento del suplicio del Señor, sino como exaltación del amor de Dios por la humanidad, un amor que es más fuerte que la muerte. En la cruz adoramos el sufrimiento que redime y salva. La cruz es el amor superior, total y eterno. Es el amor con que Dios nos ha amado.

El Viernes Santo es el día en el que se concentra la imaginería que vemos en nuestros magníficos pasos de Semana Santa… En ella podemos ver al Señor azotado en la columna, arrastrándose a gatas por los suelos, cargando con el pesado madero de la cruz sobre su hombros, esperando con humildad y paciencia el momento de ser crucificado… Y como no, la imagen majestuosa y señorial del Señor entronizado en el altar de la cruz, como auténtico rey de cielos y tierra que ha estado dispuesto a dar la vida por su pueblo para salvarlo de todos sus males. Por eso el pueblo fiel, le acompaña silencioso a su sepultura, y acompaña a María Santísima en su amarga soledad y en su dolor…

Por ello, durante el sábado santo, los signos del altar desnudo, del sagrario vacío, de las lámparas apagadas crean la sensación de una ausencia. Es un día de luto, pero de espera. Un día en el que domina el silencio, pero un silencio que tiene lugar en medio de una gran paz.

¿Por qué hay paz? Pues hay paz porque ha habido cruz. Y es que la muerte de Cristo es victoriosa porque con ella la muerte ya no es el fin. No. En la muerte de Cristo, la muerte muere. El sábado santo venera el descanso de Jesús en el sepulcro, su bajada a los infiernos, el encuentro misterioso con todos aquellos justos que esperaban su victoria y que las puertas del cielo se abrieran.

Pero el Sábado Santo es también el día de María Santísima. Hoy la Iglesia entera acompaña a María, la Madre dolorosa en la experiencia sufriente de su soledad.

Pero el Sábado Santo da paso al Domingo por excelencia. Y así, cuando el sol ha dejado de alumbrar con su luz, y la oscuridad de la noche parece que se cierne victoriosa con sus tinieblas, los cristianos celebramos la Solemne Vigilia Pascual. El momento crucial de la Resurrección del Señor, el acontecimiento que funda y configura la historia, el nuevo renacer que hace nuevas todas las cosas.

De este modo la pascua es memoria (Cristo muerto y resucitado), es misterio (nosotros ahora, incorporados a Cristo estamos pasando de la muerte a la vida) y es profecía o anticipación del futuro (participando de la pascua, anticipamos en nosotros la vida eterna).

Y tras la Vigilia pascual, los devotos de María Santísima de la Cabeza felicitamos también a nuestra amadísima Madre con el canto de la Aurora, dejando que el alegre sonido de las campanillas rasgue la oscuridad de la noche y anuncie, “a nuestra manera” la Victoria de Cristo sobre la muerte.

Así, cuando el domingo los rayos del sol alumbren el cielo, y el Señor resucitado pasee por las calles de nuestro pueblo, anunciaremos a los cuatro vientos que ese el día que hizo el Señor, el día de la alegría y del gozo. Porque Cristo ha resucitado, y en su resurrección todos hemos sido salvados.
By.- R,C

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