Navidad. Fiesta grande en la que celebramos que el Señor Jesús, Verbo eterno del Padre, Dios eterno por los siglos, que existía desde siempre, nace en nuestro mundo con las limitaciones de una carne humana. ¿El motivo? Nuestra salvación. La Navidad no tiene otro sentido que celebrar que Dios ha venido a este mundo para salvarnos, y que nos ha salvado por amor.
Por eso estas fiestas las celebramos siempre en el ambiente íntimo de la familia, ya que recordamos como Dios se ha hecho un miembro de nuestra gran familia humana, y junto a la bienaventurada y Santísima Virgen María, y al Santo Patriarca José, contemplamos en la humildad de un pobre pesebre al Niño Jesús, llorando, durmiendo, bostezando... como un recién nacido más.
¿Qué paradoja? Dios, que es la grandeza y la majestad absoluta, nace en total pobreza. De hecho, nace en un establo, en un corral, tiene que tener como cuna un pesebre... Pero con cuanto amor buscaría san José la paja más limpia para acolchar el pesebre en el que había de dormir el divino infante... Con que amor lo cogería en sus manos justo cuando María lo diera a luz para entregarlo en tan maternales brazos; ya que, si nos paramos a pensar, en ningún momento los evangelios nos dicen que hubiera una matrona en el momento del parto, con lo que podemos libremente pensar que fuera san José quien tuviera que hacer esas funciones... Y seguro que el hombre se vería más que apurado...
Sin embargo, en esa pobreza total del pesebre, contemplamos la gloria y la grandeza de Dios, que por amor a nosotros ha estado dispuesto a rebajarse hasta extremos inimaginables; y nos arrodillamos y adoramos con gratitud este acontecimiento de salvación., pues nos encontramos ante la entrada en la historia humana del Hijo de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero.
Yo os invito a que, cogidos de la mano de María Santísima, entremos en la verdadera Navidad, y que, como aquellos sencillos pastores que supieron reconocer en aquel Niño al Mesías esperado, presentemos a Jesús todo lo que somos, nuestro gozo, nuestras preocupaciones, nuestras aspiraciones, nuestras heridas no curadas, nuestros pecados... Y es que, en Jesús, y sólo en Jesús, podremos saborear el verdadero espíritu de la Navidad, que consiste en la belleza y la alegría de ser amados por Dios.
Quedémonos, pues, ante el Pesebre. Quedémonos junto a María y a José, ante Jesús, que nace para salvarnos, y abrámosle las puertas de nuestro corazón para acogerlo de una forma definitiva en nuestra vida.
By.- R,C
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