Yo no sé si nos damos cuenta, pero si cogemos un calendario, podremos ver que la cuarta parte del año está dedicada a la celebración de la resurrección en la Noche Santa de la Pascua, celebración que se extiende durante cincuenta días, hasta la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, y que comienza a prepararse cuarenta días antes con el signo humilde de la ceniza, de profundas raíces bíblicas. La liturgia nos invita hoy a convertirnos y a creer en el Evangelio, recordándonos que somos polvo y que al polvo volveremos, pues la Cuaresma es una llamada a recordar quiénes somos y de dónde venimos y por qué. Es una llamada a renovarnos, a vivir de una manera nueva, prescindiendo de cómo haya sido nuestra vida hasta ahora... Eso es la ceniza, nuestro pasado, un pasado que cargamos sobre nosotros, pero que queremos dejar atrás para vivir una nueva vida; una vida en la que Dios tenga un lugar clave. Por eso que al recibir hoy la ceniza, debemos procurar que este gesto no sea un simple acto externo, sino que sea una auténtica invitación a vivir interiormente y en profundidad nuestra vida cristiana.
Así pues, comenzamos el tiempo santo de la Cuaresma; un tiempo especialmente propicio para escuchar la Palabra de Dios y asimilarla en profundidad mediante la meditación de las Sagradas Escrituras. Ante nosotros se abre un camino que, como aquel que recorre el Señor con sus discípulos hacia Jerusalén, nos llevará hasta el momento cumbre del año cristiano, la Pascua del Señor, la celebración del misterio de su pasión, muerte y resurrección.
De este modo, al igual que para el pueblo de Israel, resuena la trompeta de la Cuaresma para congregar al pueblo de Dios en asamblea. Para congregarnos a todos: hombres, mujeres, ancianos, muchachos, niños, sacerdotes... a todos; porque todos necesitamos volver a Dios.
Por ello no debemos desaprovechar la oportunidad de gracia que el Señor nos concede, como dice el apóstol San Pablo, al exhortarnos que no echemos en saco roto la gracia de Dios. Por eso es el momento de reconciliarnos con Dios, de convertirnos, de cambiar de vida.
Mirad, todos necesitamos de una conversión permanente y, de hecho, como bautizados vivimos, o deberíamos vivir, en un estado continuo de conversión. Quien no tenga esto claro y esté convencido de que necesita conversión, difícilmente podrá vivir la Cuaresma.
Pero la conversión que se nos pide en la Cuaresma no consiste en un simple cambio exterior. Lo que tiene que cambiar, que rasgarse en nosotros, como nos pide el profeta en nombre de Dios es nuestro corazón, nuestro interior. Por eso Jesús mismo nos advierte con toda claridad que tenemos que obrar para ser vistos por Dios, no por los hombres.
Es verdad que la conversión no es cosa de un día, ni de una cuaresma. Es cosa de toda la vida. Pero hay que ponerse a ello para poder conseguirla. Y es algo que cuesta. Ya dice el refrán “el que algo quiere, algo le cuesta”. Pero la gracia del Señor no nos faltará si de corazón se lo pedimos.
Durante estos cuarenta días se nos invitará de un modo especial a la penitencia. Penitencia que expresaremos sobre todo en el ayuno, en la limosna y en la oración. Ayuno y abstinencia de carne, como señal de penitencia. Una penitencia que sobre todo se basará en el obedecer lo que nos manda la Iglesia al respecto –algo que tanto nos cuesta y que tanta rebeldía produce en nuestro ser y mentalidad autónoma y autosuficiente-. Pero es un ayuno y una abstinencia que nos tiene que llevar a compartir nuestros bienes con los necesitados, no simplemente decir: “no como carne, y me pego un hartón de marisco”.
También hay otros ayunos que podemos hacer durante la Cuaresma y añadir a los establecidos. Ayunos que serán verdaderamente penitenciales: No leer durante un día revistas del corazón, o no fumar durante ese día y lo que cuesta el paquete de tabaco darlo en limosna, un día sin internet o sin televisión… ¿A qué si nos ponemos a pensar, hay muchas cosas que hacemos que no son necesarias, y que nos podemos quitar, y nos costará una auténtica penitencia el prescindir de ellas?
Puede ser una cruz. Es verdad. Pero…¿Cómo estamos mirando estos días al Señor, sino es cargando con la cruz a sus hombros? Es el tiempo especial de mirar al Nazareno, al crucificado… De aprovechar ese rico tesoro de la imaginería religiosa que nuestros mayores nos han transmitido para meditar la Pasión salvadora de nuestro Redentor. ¡Cuánto bien nos hará meditar ante el Señor sacramentado estos días!¡Cuánto bien nos hará el contemplar las imágenes sagradas del Señor sufriendo por nuestra salvación!
Ojalá que las prácticas de cuaresma para avanzar en la conversión, que son la oración, la limosna y el ayuno, sean puestas en práctica por nosotros con autenticidad, como nos reclama el Señor en el evangelio de hoy. Que la Palabra de Dios encuentre en nosotros un terreno fértil, abonado por los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía, para poder germinar y dar frutos de verdadera conversión. Así llegaremos con el corazón limpio a la celebración del misterio pascual de Cristo.
Y como no… en Cuaresma no nos va a faltar tampoco la compañía de la Santísima Virgen. Es el tiempo de mirar a María como Madre Dolorosa; en la sobriedad de los vestidos de hebrea con los que la devoción la viste durante estos días. Ella, que se mantuvo firme ante la cruz de su Divino Hijo en su dolor, nos ayudará a vencer nuestra debilidad y flaqueza para salir vencedores en esta lucha contra nosotros mismos y el pecado que emprendemos el miércoles de Ceniza.
By.-R,C
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