Estos días de Novena, seguro que sentimos de un modo especial la devoción a la Santísima Virgen María. Una devoción que a la mayor parte de nosotros se nos ha marcado a fuego en el alma, y que nada ni nadie puede mover ni un ápice.
Ahora bien… ¿Cómo es nuestra devoción? Ahí está la pregunta. Porque de la verdadera devoción se habla mucho, pero se corre el riesgo de convertirla en un tecnicismo teológico inalcanzable.
¿Cuál es la verdadera devoción? Pues si nos lleva a buscar a Cristo; es decir, si de verdad somos devotos, sentiremos en nuestro corazón el deseo de tener que mejorar constantemente en nuestra vida, tanto cristiana como humana. Si no sentimos ese deseo… Pues nuestra devoción andará fría. Pero siempre, siempre podremos encenderla, que la Virgen nunca, pero nunca deja de lado a quienes acuden sinceramente a Ella –pero ojo, que eso no quiere decir que la Virgen arregle las cosas por las buenas y porque sí, tengámoslo claro también-.
Estos días de Novena, por tanto, tienen que ser para nosotros un estímulo para sentirnos cercanos a la Virgen, y por medio de la Virgen, llegar a Jesucristo. Ella sabrá el momento en el que tendremos que dar ese paso. A nosotros nos tocará agarrarnos firmemente a su mano, y pedirle sinceramente “Ruega por nosotros, Santa Madre de Dios”; pues al fin y al cabo, la fe es un don de Dios, que Dios concede cuando quiere. Por eso, nosotros no tenemos que desanimarnos, y pedirle constantemente a la Virgen ser buenos devotos, para que nos muestre a Jesucristo, fruto bendito de su vientre. Y así, cada uno en el momento que Dios disponga, recibirá los dones que Dios quiera darle.
Vivamos, por tanto, a lo grande estas fiestas en honor de la Santísima Virgen de la Cabeza. Que nada ni nadie nos arranque la alegría y el gozo de nuestra devoción hacia la Morenita. Como cantamos en el Himno Grande: “Alerta está, que nunca los poderes puedan nublar tus grandes resplandores”. Cantémosle con entusiasmo, vivamos el gozo de la Pascua, porque Cristo ha resucitado y ha llenado el mundo de alegría. Digámosle a la Santísima Virgen: “Reina del cielo alégrate”, y pidámosle que nos deje alegrarnos con Ella. Que las “petalás” que caerán sobre su trono-carroza sean una oración que ponemos en sus manos. Que los vivas que le lancemos sean expresión sencilla y sincera de un corazón enamorado. Que tanto cuando la veamos bailar en los cortijuelos como Reina y Señora en la procesión nocturna, sintamos que nos está protegiendo.
Pero no olvidemos que la Virgen no es flor de un día. No seamos de esos que llaman “cabezones de segundo domingo de mayo”. NO. La Virgen está en todas partes, porque es Madre de Dios. Sus imágenes sagradas, su multitud de advocaciones nos recuerdan que Ella es grande, que no la podemos encasillar, que Dios ha hecho maravillas en Ella y que después de la naturaleza humana de su Divino Hijo Jesucristo es la creación más perfecta y maravillosa de Dios. Y Dios es tan listo y tan sabio, que le ha dado a la Virgen un número infinito de apellidos: Cabeza, Pilar, Sangre, Carmen, Soledad, Rocío, Vega, Ángeles…. Pero un solo nombre: MARÍA. Porque, la vistamos como la vistamos, y miremos la imagen que miremos, estaremos siempre mirando a la única y majestuosa Virgen María, Madre de Dios, cuyas imágenes pueblan nuestra geografía; pero cuya imagen más bella y hermosa es la que llevamos grabada en el corazón.
By.- R,C
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