
El pasado domingo, Domingo de Ramos, dio comienzo la Semana más importante del año cristiano: la Semana Mayor o Semana Santa, en la cual los cristianos celebramos los momentos cruciales de la Pasión, muerte y Resurrección del Señor. Una Semana grande y especial, en la que las imágenes de los momentos que vivió el Señor en aquellas horas toman la vía pública, y en la que, nosotros, podemos apreciar en ellas una gran catequesis que hace presente el Evangelio en la misma calle.
Sin embargo, los momentos cruciales son aquellos que celebra la Liturgia en sus cultos públicos, especialmente el Jueves, Viernes Santo y Domingo de Resurrección.
El Jueves Santo recordamos en una misma celebración tres momentos intensos previos a la Pasión del Señor: la Institución de la Sagrada Eucaristía, en la cual, el Señor nos dejó su Cuerpo y su Sangre como Alimento de Vida eterna, para poder avanzar en el camino de la vida; la institución del Orden Sacerdotal, íntimamente unido a la Eucaristía, pues sin sacerdotes, no hay Eucaristía, y la razón de ser del Sacerdote es la Eucaristía y una vida profundamente Eucarística; y, finalmente, el Señor nos mandó aquella noche amarnos mutuamente los unos a los otros, expresándolo en aquel gesto impresionante del lavatorio de los pies, tarea propia de esclavos, en la que nos recordó que el más grande de todos es el que más sirve a los demás.
En esa celebración, el Señor quedará reservado en el sagrario de un modo solemne y especial, y todos deberíamos dedicar unos minutos, cuantos más mejor, a rezar ante esa presencia misteriosa en el Santísimo Sacramento del Altar, en la que el Señor cumple su promesa de estar siempre con nosotros.
Al día siguiente, Viernes Santo, todo cambia, el blanco de la alegría del Jueves Santo se teñirá del rojo de la Sangre del Señor, pues recordamos el momento en el que entregó su vida en la Cruz por la salvación de toda la humanidad. Ese día la Iglesia no celebra la Misa, sino que hace de la Cruz el centro de su celebración, siendo un momento culminante de la Liturgia del día el que todos los fieles besemos el madero santo donde estuvo clavado el Salvador del mundo. Terminada esa austera, pero solemne función, todo quedará en silencio, silencio que durará durante el Sábado Santo, hasta llegar a la noche, noche santa, noche grande, noche impresionante, en la que se unirán lo humano y lo divino y, en la celebración más grande y más importante de todo el año, la Vigilia Pascual, celebraremos la Triunfante Resurrección del Señor, con la cual recordaremos un año más que Cristo venció al pecado y a la muerte, y nos ha regalado una Vida Nueva. Esta celebración la prolongaremos durante todo el día del Domingo, y durante cincuenta días festejaremos el triunfo del Señor.
Y en estos días, junto a la Cruz del Señor, veremos a su Madre, María Santísima, triste, afligida, compungida por el sufrimiento que le produce la muerte de su Hijo. Pero en cuanto celebremos la Triunfante Resurrección del Señor de cielos y tierra, veremos también resplandecer el rostro de Santa María. En cuanto culmine esta noche solemne de Pascua, que rasgará la oscuridad y las tinieblas de la noche, el son de los hermanos de la Aurora volverá a anunciarnos con el dulce y alegre sonido de su música, que Cristo es el vencedor, y que nos ha regalado, desde la Cruz, a su misma Madre.
Feliz Pascua de Resurrección para todos.
By.- R,C