Qué poco hablamos del cielo. Si os fijáis, los cristianos de este siglo y de esta sociedad guardamos silencio y apenas está en nuestras conversaciones el más allá y la vida eterna.
Sin embargo, hoy es obligatorio hablar del cielo. De esa muchedumbre que nadie podría contar de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas vestidos con vestiduras blancas y palmas en las manos que están de pie, ante el trono de Dios y delante del Cordero. Hoy es obligatorio hablar del cielo porque allí confesamos que están los que nos precedieron en la fe siguiendo a Cristo. Y es que toda la celebración del día de Todos los Santos es una manifestación rotunda de nuestra creencia en la resurrección de Jesucristo.
Porque mirad, recordar a los santos y creer en su situación de plenitud definitiva es aceptar la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte; y aceptarla precisamente en personas cuya existencia se ha debatido entre el pecado y la gracia, entre la fidelidad y la traición a Dios; pero en las que, finalmente, ha brillado el triunfo de Cristo.
Por eso hablar del cielo nos debe hacer sentirnos orgullosos de nuestra condición de cristianos, de nuestra condición de hijos de Dios que recorren un camino que acaba y tiene como meta la casa de Dios, nuestro Padre, donde esperamos ver a Dios tal cual es.
Y hoy Jesús nos traza el recorrido y el modo de hacer este camino. Lo ha hecho con este pasaje de las bienaventuranzas, en el que nos pide que los pobres, los que lloran, los que tienen hambre no nos dejen indiferentes; a la par que nos anima a que actuemos siempre con el corazón limpio; a que seamos unos trabajadores firmes e incansables en pos de la paz y la justicia; a que sepamos hacer de la compasión una norma de nuestra vida... En definitiva, a vivir el evangelio en toda su plenitud, manifestando en obras nuestra fe en Él.
Demos, pues, gracias a Dios, porque en este mundo ha habido gente que ha sido capaz de vivir las bienaventuranzas. Démosle gracias por tantos santos que han caminado junto a nosotros y a los que hemos conocido y querido. ¡Cuánto debemos a nuestros seres queridos! ¿Cómo no agradecer a Dios su vida, su trabajo, su fe, su amor.... especialmente cuando hemos sido nosotros el objeto de todo ello? Con cuanto esmero y sacrificio se esforzaron por nosotros Con cuanta ternura, desde el cielo, seguirán intercediendo por nosotros ante Dios y ante la Virgen María. Demos gracias a Dios que los puso en el camino de nuestra vida. Gracias porque nos dieron lo que tenían. Gracias especialmente porque nos transmitieron la fe, y porque nos dieron buen ejemplo; buen ejemplo de cómo ser verdaderos cristianos e hijos de Dios y de la Iglesia.
Que esta fiesta de Todos los Santos renueve en nosotros el deseo de vivir como auténticos discípulos de Cristo. Sigamos adelante, confiando en que Dios nos acompaña, y recordemos siempre que nuestra meta es el cielo, el abrazo eterno con el Padre.
Que la Virgen María, San José, y todos los santos intercedan por nosotros y nos ayuden a vivir con una fe, con una esperanza, y con un amor que no conozca fronteras; de manera que también nosotros, un día, podamos unirnos a esa inmensa multitud de bienaventurados que canta eternamente la gloria de Dios.
FIELES DIFUNTOS 2024. La muerte suele ser un tema que nos llena de temor e incertidumbre, ya que nos recuerda nuestra fragilidad y lo fugaz de esta vida.
Sin embargo, como cristianos, estamos llamados a mirar más allá de la muerte con una fe que nos abraza en el amor de Cristo; porque la muerte no es el fin, sino un paso hacia la plenitud de la vida en Dios, ya que Jesús venció a la muerte en la cruz y al resucitar abrió para todos las puertas del cielo. Y es que en él, que no quiere que se pierda ni uno solo de los que el Padre le ha dado, nuestras vidas están llenas de sentido, y tenemos la esperanza de que un día podremos estar con Él y contemplar su gloria.
Hoy traemos especialmente a nuestra memoria y a nuestra oración a nuestros seres queridos que han muerto. Pero no podemos olvidarnos tampoco de aquellos difuntos por quienes nadie reza. De aquellas personas que en esta vida estuvieron solas y que fueron unos pobres desgraciados que por tener, no tienen ni quien se acuerde de ellos una vez que se han muerto. Hoy al rezar por ellos los encomendamos a la infinita misericordia de Dios, y le pedimos que los purifique y los conduzca hacia la luz eterna; porque, tengamos en cuenta una cosa, que es muy importante, y es que nuestra oración no tiene como centro la muerte de los difuntos, sino su vida; su vida eterna.
Y es que recordar y rezar por los difuntos debe ser un acto que refleje con claridad nuestra fe y esperanza en la vida eterna. Ante la muerte, no cabe la resignación. Ante la muerte no tiene lugar el lamento como único recurso; porque la fe nos sostiene y nos da la fuerza para comprender que las almas de los difuntos no se han perdido, sino que están en las manos de Dios.
Sigamos pidiendo por ellas. Oremos para que las almas de los difuntos encuentren la paz, y también para que nuestra fe en la vida eterna sea fortalecida; pues nuestro Dios es un Dios de vivos, y no de muertos.
By.- R,C