Por tal motivo este pasado fin de semana dirigió esta homilía.
Hoy me gustaría pensar que las palabras que hemos escuchado en la segunda lectura que le dice san Pablo a Timoteo, me las está dirigiendo personalmente a mi D. José María Conget, y que con aquel vozarrón fuerte y grave que tenía, me está diciendo que reavive el don de Dios que hay en mi por la imposición de sus manos.
Y ciertamente que es algo que tengo que hacer; y que tenemos que hacer cada día todos los sacerdotes: reavivar en nosotros la ilusión y el entusiasmo con el que empezamos a ejercer el ministerio; pedir a Dios que mantenga encendido en nosotros el fuego del Espíritu Santo que recibimos aquel día; porque muchas veces el desencanto, el cansancio o los sinsabores de la vida pueden hacer mella en nosotros, sobre todo cuando las cosas no salen a la primera – y a veces ni a la segunda, ni a la tercera–, o no salen como queremos nosotros que salgan, o simplemente cuando no ves resultados.
Algo parecido le debió pasar al profeta Habacuc, que, como hemos visto en la primera lectura, se quejaba de las dificultades del mundo en el que le había tocado vivir, y que habían llegado a poner a prueba su fe.
Pero la verdad es que ser sacerdote es lo mejor que nos ha podido pasar en la vida.
Hoy, echando la vista atrás a lo que han sido estos primeros 25 años de ministerio, pues ante todo ves que tu vida ha sido una experiencia de gracia. Cierto que la experiencia de gracia implica también la experiencia de pecado, aunque este no es el momento de entonar un mea culpa, que para eso ya está el sacramento de la confesión, y como decía el señor Alfonso Falcón, «cada uno sabe sus cosas». Pero esa experiencia de pecado, de infidelidad, de cobardía, de no ser testigo muchas veces y de no dar testimonio con tu vida, te hace también sentir la experiencia del perdón, de la misericordia de Dios, y ser consciente de que allí donde ha abundado el pecado, ha sobreabundado su gracia.
Y esta experiencia de debilidad, en definitiva, es lo que te ayuda a darte cuenta que, a la hora de la verdad, es Dios quien marca tu camino y quien siempre tiene la iniciativa cuando las cosas han de salir bien.
Y ciertamente que los momentos buenos prevalecen sobre todos los demás. Podría decir muchos, muchos, y desde luego que todo lo pasado ha merecido la pena sólo por esos momentos buenos que has vivido por ser sacerdote, y que si no lo fueras, no los habrías vivido.
Momentos en los que te asombras de cómo eres tú por medio de quien Dios abre las puertas de la vida divina a los niños al bautizarlos, y como ves la cara de felicidad de sus padres; al igual que ves la cara de felicidad de las parejas cuando se dan el sí quiero y se prometen amor y fidelidad para toda la vida; o como brillan de ilusión los ojos de los niños que reciben la primera comunión...
También las veces en las que Dios te ha utilizado como instrumento de su perdón, porque todavía hay gente que se confiesa, eh, todavía la hay, y que te sueltan cada una... Que si ellos se han quedado a gusto soltando ese sapo que llevaban dentro, igual te has quedado tú más a gusto al darles la absolución y decirles que Dios le ha perdonado y que se vayan en paz.
Y qué decir de la celebración diaria de la Misa... Eso no hay palabras para explicarlo.
También hay momentos difíciles... : cuando te plantas frente al dolor, al sufrimiento y la enfermedad, y al mal en general; e incluso cuando ante la muerte tienes que dar esperanza a los demás, anunciando que Cristo ha resucitado y que la muerte no es el final..., que no creáis que es fácil, que si dar un pésame cuesta en ocasiones, imaginaos lo que nos puede llegar a costar a los curas el darlos.
Y ya de reuniones, planes pastorales, que si criterios del obispo arriba y unidades pastorales y sínodos abajo, y otras cosas de ese estilo, mejor no hablar, porque te hacen perder la piedad y la devoción; al igual que la dificultad que suponen y lo cuesta arriba que se te hacen muchas veces el celibato, la obediencia y el vivir la fraternidad sacerdotal, porque, al fin y al cabo, cada cura somos hijos de nuestro padre y de nuestra madre, y cada uno es cada uno, y tiene sus cadaunadas.
Pero, en fin, en palabras de san Pablo, «doy gracias a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me hizo capaz, se fió de mi, y me confió este ministerio».
Ahora toca mirar hacia delante. Aprender de los errores, y seguir tirando del carro. Seguir poniéndose cada día en las manos de Dios, como un crío pequeño al que su padre da la mano para que te cojas de ella, y avanzar así por el buen camino; siguiendo el ejemplo, el buen ejemplo de los que han recorrido el mismo camino antes que tú. Hoy no puedo olvidarme de D. José María, quien me ordenó sacerdote; pero tampoco puedo –ni quiero- olvidarme de mosén Martín, gracias al cual estoy aquí, y cuya ayuda desde el cielo noto día a día; al igual que noto compañía y cercanía de tantas personas que hace 25 años estuvieron a mi lado en esta misma iglesia y que han partido ya al encuentro con el Padre: los abuelos, la María Pilar, el Periodista, el tío Pedro, la tía María, la Chon y Gonzalo... de muchas.
Y como no... continuar poniéndome cada día en las manos de la Virgen María. Ella me ha sostenido y me sostiene día tras día.
A Ella, que es la Aurora del sol divino que al mismo Dios enamora, y es Morena de luz de Luna; salud de los enfermos, consuelo de los afligidos y refugio de los pecadores, la luz hermosa y el claro día que la tierra aragonesa se dignó visitar, le pido ayuda para seguir tomando parte sin agobiarme en los padecimientos por el Evangelio; y que cuando llegue el momento, le pueda decir cara a cara a Dios que no he sido más que un siervo inútil, y que he hecho lo que tenía que hacer.
Desde nuestro grupo de redacción, desear a nuestro buen amigo Ramón otros tantos años más al servicio de nuestro Señor Jesucristo.
By.-A,A
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