En medio del tiempo de Adviento siempre nos encontramos con la celebración de la solemnidad de la Inmaculada Concepción de María; una fiesta que no desdice en absoluto del clima de Adviento; pues estamos esperando la venida del Hijo de Dios, y Él va a ser el protagonista de nuestra fe y de nuestras alabanzas, pero, a la par, recordamos que Dios puso junto a Cristo a su Madre, la que le esperó, la que le dio a luz, la que le mostró a los demás.
Por eso que esta fiesta no es un paréntesis en el
Adviento, sino que, al contrario, es la fiesta del comienzo absoluto, porque en
la Madre
empieza a realizarse el misterio de la encarnación del Hijo de Dios,
Jesucristo.
Y en este Año de la
Fe en el que nos encontramos, la fiesta de la Inmaculada nos pone
cara a cara ante la fe de María. Una mujer que creyó en el anuncio del Ángel y
que, diciendo “Hágase en mi según tu palabra”, se confió totalmente en las
manos de Dios. “Dichosa tú que has creído” le dirá más tarde su prima Isabel.
Dichosa tú, le decimos nosotros. Bendita tú eres entre todas las mujeres.
Hoy, tras haber escuchado un año
más la palabra de Dios que nos muestra dos caras tan opuestas, como el pecado
de Eva en el libro del Génesis y el “sí” de María en la Anunciación, nos
alegramos con razón de cómo Dios actuó con la Virgen María,
llenándola de su gracia y preparándola para ser la Madre del Mesías. De que la
eligiera a ella para hacerse Dios-con-nosotros y todos fuéramos bendecidos.
Pero Dios no se ha fijado sólo en
María, sino que también se ha fijado en todos nosotros, tal y como lo hemos
escuchado en la segunda lectura, que nos ha dicho que Dios “nos eligió en la persona de Cristo
antes de crear el mundo para que fuésemos santos e irreprochables ante Él por
el amor”. Que bonito, verdad. Dios nos ha escogido desde siempre. Somos fruto
de su amor. Y desde siempre ha pensado en nosotros y nunca nos abandona; y no
sólo eso, sino que quiere que seamos santos e irreprochables.
Por eso que tenemos que pedirle
hoy a María, la llena de gracia y de santidad que nos acompañe y nos lleve
hasta Cristo, pidiéndole también que nosotros, pobres pecadores, sepamos
imitarla; pues Ella es extraordinariamente única, la criatura más bella de la
creación después de la naturaleza humana de Cristo; pero también es la criatura
más bondadosa, más humilde, más comprensiva, más generosa, más fiel, más
asequible...
Tenemos que pedirle que nos haga fuertes en la fe. Ella se
fió de Dios, creyó totalmente en Él. Se arriesgó a decir aquel “Hágase en mi
según tu palabra” sin pensar en las consecuencias que podría tener… Nosotros
necesitamos mirar a María para fiarnos de Dios, para decirle “sí” cada día, que
es algo que a todos nos cuesta. Necesitamos mirar a María para creer en su
palabra, para vivirla en el día a día de nuestra vida, luchando contra todo
aquello que nos separa de Dios, es decir, luchando contra el pecado.
Nosotros, evidentemente, no
aspiramos al privilegio de María desde la concepción. Pero sí que pedimos
participar en la lucha contra el mal, que sigue abierta a pesar de la victoria
radical de Cristo. Cuando pasamos a comulgar, o rezamos, es fácil decir “amén”;
pero es bastante más difícil decir “amén” en los diversos momentos, también los
difíciles y oscuros, de nuestra vida.
Por eso, con confianza, acudimos
hoy, cada uno de nosotros, sintiéndonos miembros de la Iglesia, desde nuestro
corazón, a la ayuda de la
Virgen María, entregándole nuestra vida y nuestro ser.
Bendita sea tu
pureza,
y eternamente lo sea,
pues todo un Dios se
recrea,
en tan graciosa
belleza.
A ti, celestial
princesa,
Virgen Sagrada María,
yo te ofrezco en este
día,
alma, vida y corazón.
Mírame con compasión,
no me dejes, Madre
mía.
By.- R,C
No hay comentarios:
Publicar un comentario