Por el camino que lleva a Jerusalén se oye revuelo, se ven moverse palmas y ramos de olivo y, a lo lejos, unas voces que van diciendo “¡Hossana al Hijo de David!”,“¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!”. Y poco a poco, va viéndose una multitud que se agolpa en torno a un pollino, hijo de acémila, aclamando a un Hombre que entra triunfante en la Ciudad Santa mostrando sus ramos. Un Hombre que es aclamado como el Mesías esperado por Israel, y exaltado como Rey por el pueblo sencillo.
Sin embargo no todos reciben con entusiasmo a aquel Hombre... Las autoridades religiosas temen que les pueda quitar su autoridad. Ya han tenido alguna que otra con Él; y no están dispuestos a que les arrebate el mando sobre el pueblo judío. Y para conseguir sus fines, están dispuestos a todo, incluso a traicionarse a sí mismos pactando con el poder romano invasor si fuere el caso.
Y la ocasión se la ponen a tiro. Uno de aquellos Doce discípulos que aquel Hombre había elegido para que estuvieran con Él y fueran sus Apóstoles, está disgustado con Él. Su Maestro no cumple sus deseos ni sus expectativas. Se cree traicionado. Y no duda en traicionarlo. Y acuda a las autoridades religiosas para acordar una recompensa por entregar a Aquél que los sumos sacerdotes consideran un delincuente y un peligro para su estabilidad.
El precio queda pactado. Treinta monedas de plata. El precio de un esclavo. Desde ese momento, aquel discípulo desengañado, de nombre Judas, espera el momento oportuno para entregar a su Maestro, con el que ha compartido tres años de andanzas por los caminos de Israel, escuchando su mensaje de liberación. Pero él esperaba que lo liberaran del invasor romano, pero la liberación de la que habla su Maestro es la liberación del mal y del pecado.
Mientras tanto, aquel Hombre aclamado por el pueblo llega al lugar más sagrado para los judíos: el Templo de Jerusalén; el lugar donde con doce años lo encontraron sus padres tras habérseles escapado en una peregrinación a la Ciudad Santa, conversando con los maestros y doctores de la Ley. Y una vez llegado... una vez llegado se encuentra que aquel lugar sagrado ha perdido su sacralidad, que la venta ambulante se ha instalado allí y, profundamente indignado, tira las mesas de los cambistas y recuerda que el Templo no es un mercado, que es la casa de su Padre Dios, y que ha de ser una casa de oración. Este autoproclamarse Hijo de Dios y el espectáculo montado en el Templo provoca aún más a las autoridades religiosas, quienes desean deshacerse de Él con más fuerza todavía.
Y entretanto, aquel Hombre sabe lo que le espera. Por eso quiere celebrar una cena de despedida con los suyos. Una cena pascual especial. En ella, hace unas cosas muy extrañas que los discípulos no entienden... Les lava los pies como si fuera un esclavo, encarándose con Pedro, que se niega a que su Maestro le lave los pies cual un siervo; y repartiéndoles el pan y el vino de la cena pascual, les dice que son su Cuerpo y su Sangre, entregados para su salvación, y que hagan lo que Él está haciendo en memoria suya... La confusión entre los suyos es total. Confusión que se acentúa cuando afirma que uno de los que está sentado en aquella mesa lo va a traicionar y entregar en manos de sus enemigos.
Y así sucede. Tras la cena, el Maestro y sus discípulos acuden a un huerto cercano, sembrado de olivos, llamado Getsemaní, donde se retiran a orar en gran tensión; tensión que provoca que su sudor se convierta en gotas de sangre que le resbalan por la cara.
Y allí, en el huerto de los olivos, se consuma la traición. Judas acude con los soldados de la guardia de los sacerdotes y besa traicioneramente a su Maestro, que es atado y llevado cautivo ante los sacerdotes, quienes, humillándolo, lo sentencian a muerte ¿Causa de la condena a muerte? Aquel Hombre ha dicho que es el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Las autoridades religiosas, ciegas con su poder terrenal, no han sabido ver a su Salvador. Y entremedio sus discípulos le abandonan; solo dos, Pedro y Juan, le siguen, pero aun así, Pedro se acobarda y niega por tres veces que lo conoce. ¡¿Cómo debe ser aquel desastre, que hasta el mismo Judas es presa del remordimiento, y reconoce que es un traidor, y arrojando el dinero por los suelos, se cuelga de un árbol quitándose la vida, víctima de su propia desesperación?! Pedro, por su parte, al cruzar su mirada con la de Jesús, llora amargamente su culpa.
Y en medio de una chusma rabiosa, es llevado de aquí para allá, de casa de uno a otro sacerdote, ante el gobernador Pilatos, quien al saber que es galileo se lo manda a Herodes, quien se lo vuelve a remitir a Pilatos. Mientras tanto, los sacerdotes romanos insisten al gobernador en que lo condene a muerte. Pilatos sabe que aquel Hombre es inocente, que se lo han entregado por envidia, y trama un plan...: Que aquel Hombre dé lástima al pueblo, y que el pueblo le pida que lo deje libre. Y así, despojado de sus ropas, sufre el tormento de la flagelación, el látigo que rasga su piel y sus carnes, que le deja al borde de la muerte, padece las burlas de los soldados romanos, que le hacen burla y hasta le trenzan una corona de espinas, que le ponen en la cabeza, organizando la jácara de rendirle pleitesía como a un Rey.
Y llega el momento. Pilatos lo presenta al pueblo: “¡Ecce Homo! ¡He aquí al Hombre!”, les dice, y les pregunta si desean su libertad o la de un asesino. Pero los sumos sacerdotes han jugado sus cartas por adelantado. Han soliviantado al pueblo para que pida el indulto del asesino y la muerte del Maestro... Pilatos se ve en un aprieto. Le llegan a acusar incluso de que pueda ser un traidor si lo deja en libertad. Y asustado y temeroso se lava las manos como queriendo borrar su culpa, y sentenciándolo a muerte, se lo entrega para que sea ejecutado de la forma más cruel conocida: la crucifixión.
Comienza así para Jesús su Vía Crucis. Estando como está, debilitado por los azotes, y casi sin sangre en sus venas, carga con el madero de la cruz al hombro, y emprende entre los gritos de la multitud enfurecida el camino al monte Calvario, donde deberá ser crucificado en medio de dos ladrones.
Camino largo. Camino duro, entre gritos de la muchedumbre. Camino no exento de caídas por tierra bajo el peso de la cruz, con momentos duros como espadas en el pecho, como encontrarse con su Madre en aquella vía dolorosa; pero camino que no deja de tener pequeños gestos de caridad, como el de aquel desconocido de Cirene, que es obligado a cargar con el madero para evitar que el condenado no se les muera por el camino y prive a la chusa del espectáculo que desea contemplar, o el de aquella piadosa mujer, Verónica, que limpia con un velo su rostro de sangre, sudor y del polvo del camino; o de las mujeres que se lamentaban por Él, llorando su suerte, incluso el de aquella persona desconocida totalmente que le ofreció vino con mirra para aliviar sus sufrimientos...
Y llegados al Gólgota, le arrancan sus vestiduras, dejándolo desnudo ante las turbas exacerbadas; y con terribles martillazos taladran las carnes de sus manos y sus pies clavándolo en la cruz, y lo izan ante aquellos que deseaban su muerte, que lo observan como si de un triunfo de caza se tratase. Ya lo han conseguido; ya están a punto de deshacerse de Él para siempre.
No obstante, hay una cosa que nos les acaba de convencer... Y es que Pilatos ha mandado colgar un letrero con el nombre del reo y la causa de su muerte. Y no les gusta. No están de acuerdo con esa sentencia, y le piden al gobernador que la cambie por otra que sea de su agrado, a lo que Pilatos se niega. Ya todos saben quién es el reo. Todos saben quién es el Hombre. Todos saben ya quien está clavado en la cruz. JESÚS NAZARENO, EL REY DE LOS JUDÍOS.
Jesús, el Hijo de Dios, el Salvador de la humanidad. El mismo que nació en Belén y desde la cuna fue perseguido por el tirano Herodes. El mismo que predicó la conversión y el Reino de Dios por los caminos y pueblos de Palestina. El que convirtió el agua en vino, el que curó al ciego y al paralítico, el que resucitó a muertos, el que pasó por el mundo haciendo el bien.
Ahí está, clavado en una cruz, con su Madre y el discípulo amado a sus pies, acompañados de unas piadosas mujeres. Padeciendo las burlas de los sacerdotes que lo provocan y le insultan. Aguantando que hasta los mismos malhechores que están muriendo a su lado se rían de Él. Pero uno ve la luz, reconoce a Jesús como el Señor, le pide perdón. Y Jesús se lo da. Jesús le promete el Paraíso... Y Jesús siempre cumple sus promesas.
Misterio insondable el de la cruz, donde Jesús, el Señor, muere entregando su vida, pidiendo perdón por sus verdugos, dándonos a su Madre bendita como Madre para todos los hombres, que agonizando, siente como la vida se le escapa por todas las heridas de su cuerpo, hasta que mirando al cielo, le pide a su Padre Eterno que reciba su espíritu y, dando un fuerte grito, muere.
Es el momento en el que los sacerdotes se frotan las manos. Ya ha muerto. Ya se lo han quitado de encima. Solo les queda prepararse para celebrar la fiesta de Pascua sin preocupaciones. Pronto pasará el recuerdo de aquel Hombre y volverán a tener el control sobre el pueblo.
Pero Dios no se calla. El cielo se ha oscurecido, el sol se ha ocultado bajo las tinieblas, y un fuerte terremoto sacude el suelo. Hasta el velo que separa el Arca de la Alianza en el Templo de la vista de todos se rasga en dos, de arriba abajo. No entienden que pasa. Pero ya todo ha terminado, y ellos han salido vencedores.
Y allí, ante la vista de la gente, que se va retirando, queda muerto el cuerpo de Jesús. Todos quieren que el espectáculo termine pronto para disponer los preparativos de la Pascua, y piden que se remate a los condenados y se les retire de la cruz. Y así se hace les rompen los huesos de las piernas a los dos ladrones, quienes mueren rápidamente asfixiados al no poder soportar su propio peso. Pero... ¿qué hacen con Jesús? Ya está muerto... ¿Para qué ensañarse más con Él? Un soldado toma la iniciativa y le traspasa el costado con su lanza, abriéndole una profunda herida de la que mana sangre y agua.
Mientras tanto, dos sacerdotes, fieles a Dios, y que han reconocido en Jesús al Mesías, deciden dar la cara y hacerse cargo de su cuerpo para que sea pasto de los buitres ni de las bestias. José de Arimatea y Nicodemo se llaman. Se encargan de bajarlo de la cruz, de limpiar rápidamente su cuerpo y ungirlo con una mezcla de áloe y mirra; dándole sepultura en el huerto de José de Arimatea, en un sepulcro nuevo. Allí queda encerrado, sepultado, engullido el cuerpo del Señor por la tierra; bajo la mirada atenta de las mujeres que no lo habían dejado solo ni un momento.
Pero la mente retorcida de los sacerdotes no para. No contaban con que un miembro del Sanedrín le diera sepultura; y acuden prestos al gobernador romano para que custodien la tumba, pensando que los suyos puedan robar su cadáver y decir que ha resucitado. Sus mentes ciegas y malévolas están alerta ante todo. Pilatos está harto de ellos. Quiere que lo dejen en paz y les deja un par de guardias para que vigilen la tumba y así cerrarles la boca. Ya pueden estar tranquilos. Nadie se atreverá contra los soldados armados.
Y así, con el cuerpo de Jesús cerrado en el sepulcro, transcurre el sábado, y los judíos celebran la Pascua. Seguro que los discípulos no tendrían ganas ni cuerpo para celebrarla. Ya prácticamente nada tenía sentido para ellos. Pero hay una discípula, una mujer, María, su Madre, que mantiene viva la esperanza, que en su soledad brilla como una estrella, que en su dolor se mantiene firme, sin dejarse dominar por la angustia. Ella sabe lo que ha de pasar. Mantiene su fe. En medio del dolor, se mantiene firme, llorando ante lo que ha visto, ante lo contemplado, ante lo que le han hecho a su Hijo querido del alma....
Y tras el sábado, comienza una nueva semana; amanece un nuevo día. Y unas mujeres fieles a Jesús quieren dejar bien hechas las cosas y reembolsar su cuerpo para cumplir con las tradiciones del pueblo judío. No saben cómo lo harán, pues la piedra está sellada y ellas no tienen fuerza para moverla. Pero pese a ello no se acobardan, y siguen adelante.
¡Y cuál es su sorpresa cuando al llegar observan que la tumba está abierta!¡¿Qué ha pasado?! ¡¿Qué ha ocurrido?! Pues lo que tenía que pasar; y es que Dios, como siempre, se había guardado la última carta, la última palabra, y el milagro se había obrado; demostrando que Jesús era el Señor, el Mesías esperado. Y ahí estaba la prueba: JESÚS HA RESUCITADO.
Nos disponemos, pues, a recordar aquellos acontecimientos de la muerte y resurrección del Señor. Después de tres años de espera, en los que la enfermedad y la muerte han campado a sus anchas, el olor del incienso y de la cera, volverán a inundar nuestras calles que, D.m., se convertirán en templos que verán salir las imágenes de la Pasión y Gloria de nuestro Señor, acompañadas de sus cofrades, que habrán vuelto a enfundarse sus hábitos y capirotes, y convertirán nuestras calles en una catequesis bíblica plasmada en imágenes, en la que los sentidos y las emociones de los fieles se mezclen con sus recuerdos, y florezcan las oraciones que mantengan encendida nuestra esperanza en la vida eterna que el Divino Salvador nos ha prometido.
Vivamos, por fin, a nuestro estilo, la Semana Santa, dejándonos invadir en nuestro interior por la fuerza de Dios que todo lo puede, participando en los actos litúrgicos de estos días, que darán sentido a lo que celebramos luego procesionalmente en la calle.
Y no dejemos de asistir en la noche del Sábado al Domingo a la Solemne Vigilia Pascual, centro del año litúrgico, y celebración más importante del año cristiano, en la que celebraremos la gloriosa resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, y felicitaremos a nuestra Santísima Madre, la Virgen de la Cabeza, entonando el cántico de la aurora con la que daremos oficialmente comienzo a las tan esperadas fiestas en su honor, y nos dispondremos a participar en la Romería al Cerro de la Cabeza, viviendo esa experiencia fuerte de sentirnos hermanos y miembros de la Iglesia que peregrina por este mundo cogida de la mano de su Madre Santísima hasta la morada eterna del cielo.
By.-R,C
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