Han terminado los carnavales. Ha terminado el tiempo de disfrazarnos, de pintarnos la cara y ponernos caretas que disimulen nuestra personalidad; y de mostrarnos, tal y como somos; pues ante Dios, no nos sirven las máscaras.
HA COMENZADO LA CUARESMA. Tiempo de gracia y de conversión. Tiempo de volvernos hacia Dios. Tiempo de mirar hacia dentro de nosotros mismos y revisar a la luz del evangelio nuestra vida.
Es, pues, el tiempo de ir al desierto interior. El momento de examinarnos seriamente a nosotros mismos para ver cuales son los lastres que en nuestro interior nos impiden avanzar por el camino que lleva hacia Cristo; pues la Cuaresma, en definitiva, no tiene sentido si no la consideramos como lo que es en realidad: el tiempo de preparación para la Pascua, la Fiesta de las fiestas.
Pero si en Pascua celebramos que Cristo pasa de la muerte a la vida; nosotros también necesitamos morir para resucitar. Morir al pecado para resucitar a una vida nueva de hijos de Dios.
Es cierto que esto es tarea difícil, es más, es una tarea de toda la vida; sin embargo, la Iglesia nos concede estos cuarenta días para que de un modo especial busquemos en nuestro corazón la morralla que nos estorba y ensucia nuestro corazón, para que una vez encontrada, la arrojemos al fuego para que quede reducida a cenizas, y de ella saquemos la luz que ilumine nuestra vida. Eso es lo que quedará representado en la hoguera de la Vigilia Pascual, el punto culminante de estos 90 días que componen el ciclo de Cuaresma y Pascua, en el cual representamos y arrojamos nuestra vida pasada de pecado para que arda en el fuego de la misericordia de Dios; y de ese fuego, de esa destrucción de lo viejo, encender el cirio Pascual, signo de Cristo resucitado y de nuestro renacer a Él.
Por eso, a lo largo de estos cuarenta días, tendremos tres medios para interiorizar en medio de nosotros, que no podemos separar uno de otro:
El ayuno, que nos ayudará a despojarnos de aquellas cosas que no nos sirven; de aquello que en nuestra vida no nos es necesario y de lo que hemos hecho una total dependencia.
La limosna, puesto que prescindir de algo innecesario para nosotros, no ha de ser un acto egoísta de acumulamiento; sino que tiene que ayudarnos a ser generosos y compartir nuestros bienes con los demás.
La oración, ya que por nuestras propias fuerzas, no podemos hacer absolutamente nada; pues dependemos, aunque nos cueste reconocerlo y admitirlo, dependemos totalmente de Dios; y necesitamos estar unidos a Él para seguir adelante este camino y con fruto.
Y, como no, a lo largo de este tiempo contaremos también con la ayuda de Santa María, la mujer nueva que nos llama a la conversión. La única “voz de mando” que da en el evangelio, es “Haced lo que Él os diga”. Cojámonos de su mano para avanzar en este camino hacia la Pascua, porque lo nuevo, acaba de comenzar.
By.- R,C
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